Pues eso, que me ha apetecido currarme un trasfondo sobre una lista a 1500 de guerreros del caos y se me ha ocurrido compartirlo con todos, que me ha costado un buen rato.
Os animo a que saquéis la lista y hasta los objetos mágicos, que sale prácticamente todo en el relato
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Un día de Caos.
Wolfred escuchaba las palabras del moribundo bárbaro con preocupación. No era cobarde. No habría llegado a ser uno de los más temidos Señores del Caos de las tierras del norte si lo fuera, y los cientos de marcas y señales que se distinguían en su magnífica armadura daban cuenta de las innumerables batallas en las que se había visto inmerso. Pero tampoco era un imprudente. No llevaría tantos y tantos años como Señor del Caos si lo fuera. No era su intención reunirse aún con sus dioses, por ninguno de los cuales, por cierto, había manifestado preferencia ninguna. Prefería mantenerse neutral, lo que no le concedía ningún favor especial, pero tampoco ninguna animadversión divina. Sólo al ir a la batalla utilizaba algunos de sus objetos mágicos personales, ganados como premio a las innumerables vidas y no vidas que había segado en su ya larga existencia. Eso sí, procuraba utilizar artilugios y armas donadas por diferentes dioses para no demostrar ninguna predilección. Otros Señores del Caos le habían tildado de impío y pagano, pero él los había visto perecer a casi todos en la batalla abrazados a su estúpida fe…
El informe de batalla de aquel agonizante bárbaro le mostraba una montaña enana prácticamente inexpugnable, con cientos, quizás miles, de enanos parapetados cobardemente tras sus infames armas de pólvora. Y estaban sus lanzavirotes… Instintivamente se llevó la mano al hombro y le pareció revivir el profundo dolor que le infligió uno de esos rúnicos artefactos cuando atravesó su escudo encantado y su mágica armadura como si fueran grasa de tuskgor y se le incrustara profundamente en lo que una vez fuera carne. Sólo el talismán que portaba impidió que aquella fuera su última batalla. Recordó el terrible sufrimiento al arrancarse el enorme virote del cuerpo y rememoró con satisfacción cómo con él ensartó brutalmente al ingeniero enano que se lo había lanzado…
Cuando retiraban el cadáver del bárbaro ya había urdido un plan. Debía tomar esa montaña, de eso no cabía duda, pues era el único paso hacia las tierras del imperio que pretendía conquistar. Pero no expondría a sus tropas a pie para ello como snotlings de feria. Su lento avance haría que miles de proyectiles les cayeran encima antes de que pudiesen siquiera acercarse lo suficiente para distinguir las figuras de esos enanos cobardes.
-¡Haced venir a Ristklar!- gritó al aire. No había nadie a la vista pero sabía que su orden sería cumplida con la mayor de las diligencias. El recuerdo de ver rodar cabezas lo garantizaba…
A los pocos minutos atravesó la entrada de la tienda un fabuloso guerrero. Su armadura tenía tonalidades violáceas y pendía de su cuello un colgante en forma de ojo que parecía mirarte en todo momento. De su cinto colgaban varias armas, pero llamaba la atención el fulgor de una de ellas: una espada que parecía tan afilada que podría cortar un yunque enano de un solo tajo.
-Mi señor…- dijo el paladín con una reverencia apenas perceptible pero llena de respeto. El guerrero era imponente, pero al lado de su señor parecía un adolescente.
-¿Seguís teniendo tú y tu hermano Guidur, los engendros voladores que Tzeenth, vuestro dios, os entregó?- Preguntó Wolfred, aunque sabía de sobra la respuesta.
-Así es.- respondió el guerrero. Lo de “vuestro dios” no le había hecho mucha gracia pero se abstuvo de hacer el más mínimo comentario.
-Quiero que ambos lideréis una partida de caza. - ordenó el Señor del Caos. - Escoge a tus mejores caballeros; junto a unos jinetes bárbaros atacaréis hoy mismo. Caeréis sobre nuestros enemigos como el rayo y golpearéis con furia y sin piedad. Olvidaos de los regimientos de enanos; quiero que eliminéis sus máquinas de guerra. Su silencio será nuestro grito de ataque.
El paladín se estremeció de emoción. Por fin iba a conducir a un ejército a la batalla, aunque fuera uno tan pequeño, tras meses de solicitarlo a su señor. Leyó claramente las intenciones de este: Su hermano en la fe de El Que Cambia Las Cosas y él mismo atraerían los disparos de los enanos, ignorantes éstos de que la magia les protegía. Cuando eligieran otros objetivos ya sería demasiado tarde; estarían muertos antes de hacer un nuevo disparo.
-Será un honor, mi señor, conducir a vuestros guerreros a la batalla.-Sentenció, orgulloso.
-No te equivoques, Ristklar, tú no los conducirás. - Dijo Wolfred.- Estarás demasiado lejos de las tropas que saldrán tras vuestra partida. Hrwec tendrá ese honor, liderando los regimientos a pie que seguirán a vuestra incursión.
-¡Ese estúpido mago! - Gritó el paladín, visiblemente contrariado y sorprendido. - ¡Si ni tan siquiera se ha encomendado a un Dios! ¡Sus conocimientos son tan escasos que tan apenas sirve para portar un par de pergaminos mágicos!
-Ese es precisamente su cometido. No tenemos tan apenas defensa mágica y es posible que al traspasar las filas de enanos os tropecéis con algún mago enemigo. No quiero sorpresas, guerrero.
-¡Pero, señor!- exclamó Ristklar- ¡Yo he luchado a vuestro lado en innumerables batallas y he derramado mi sangre junto a la vuestra! ¡Me merezco el honor de liderar un ejército!
-¡¡¡Silencio, perro!!! – gritó Wolfred abalanzándose sobre el paladín. Y el grito fue tan descomunal que el guerrero trastabilló hacia atrás, los caballos en las cercanías de la tienda de mando relincharon presas del pánico y los hombres que descansaban en sus jergones se incorporaron inmediatamente pensando que el enemigo les asaltaba.- ¡Cómo osas contradecirme! ¡He tomado una decisión y la acatarás sin vacilar o ya puedes implorar a tu Dios que te proteja de mi ira pues ningún ser sobre estas tierras podrá salvarte de mi hacha!
Ristklar no pudo evitar mirar la enorme hacha de dos filos que su señor blandía en ese momento y tembló al recordar cómo esa arma había matado de un solo golpe a héroes enemigos mucho más diestros en las armas que él mismo.
-Perdonadme, mi señor - balbuceó finalmente, bajando la mirada. – Mi afán por complaceros me ha dominado. Vuestra palabra es la mía y moriré si es necesario por cumplir vuestras órdenes.
Ante esta muestra de sumisión el Señor del Caos pareció apaciguarse. Además, la posibilidad de que el paladín muriera por él no le parecía una mala idea. Probablemente tendría que matarle tarde o temprano, así que los enanos le ahorrarían el trabajo.
-Partiréis al atardecer. Cuando los soles os den en la espalda atacaréis.- Dijo Wolfred mientras se volvía hacia su sillón, dando por terminada la conversación.
-Que los dioses sean con vos, mi señor - Se despidió Ristklar ceremoniosamente.
Salió de la tienda y se dirigió hacia la de los oficiales. Dejó a un lado al puñado de elegidos que, orgullosos e impacientes, afilaban sus enormes hachas de combate, observados embobadamente por varios bárbaros. Hasta el estúpido gigante que se les había unido hace unas semanas parecía admirar a esos guerreros señalados por los dioses. De hecho, probablemente les seguía por el brillo de sus armaduras más que por la destreza en las armas.
Entró en la tienda y allí estaba Guidur jugando, como siempre, con el enorme mayal que llevaba a la batalla. Compartían ambos el tono de color de la armadura, pero la de su hermano en la fe de El Que Cambia Las Cosas era diferente. Ristklar había visto con sus propios ojos como una lanza de caballería bretoniana se había hecho añicos al impactar sobre ella. Sin embargo parecía no tener ese poder sobre los ataques de armas hechizadas o imbuidos por alguna runa enana.
-Guidur, hermano, partimos pronto a la batalla.- le soltó.
-¡Por Tzeenth, qué alegría me das! - le contestó el otro paladín - ¡La espera me estaba matando! ¿Qué tropas nos acompañarán?
- Reúne a los caballeros que adoran a Nurgle, su defensa sobre los disparos se me antoja fundamental. Y llama a los jinetes bárbaros seguidores de Slaanesh, necesitaremos su sangre fría ante las bajas que, sin duda, sufrirán.
-¡Dalo por hecho!- Dijo el otro, saliendo presuroso de la tienda. Se mostraba emocionado ante el derramamiento de sangre que se avecinaba.
Ristklar se estremeció al recordar el encuentro que acababa de tener con Wolfred y, asiendo el símbolo que colgaba de su pecho, le juró a su Dios que no volvería a ofenderle y que la cabeza de ese Señor del Caos adornaría el estandarte que llevaría a la batalla cuando comandara su propio ejército.