Los Wenja (Nómadas de ceniza)

[Danop]

Miembros iniciales:

Takkar, líder por derecho conquistado de los Wenja.
Urki, sabio tecnomante.
Sayla, maestra cazadora de las planicies acarosas.
Tensay, conocedor de las sendas eléctricas.
Jayma, la que destruye lo que ve.
Dalso, cazador veterano.
Manoo, jinete de lo indomable.
Wogah y Karoosh, gemelos aprendices de la senda.

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Siendo la tercera vez que los wenja se internaban en una ciudad colmena para comerciar con los restos de las mercancias saqueadas en los páramos, su contacto les ofreció probar los "elixires espirituosos" de los civilizados ciudadanos de Necromunda. Al llegar al claustrofóbico tugurio de Artemisa "mataniños" Mopra, resaltaron a la vista unos pálidos parroquianos que empinaban el codo silenciosamente. Tras beber unas pintas de dudosa procedencia y terrible regusto, uno de los macilentos clientes pareció sacar una pistola de forma amenazante. Raro, ya que se les había requisado las armas al entrar al local. Jayma se abalanzó sobre el sorprendido colmenita, el cual quedó inconsciente al atizarle con una botella en la sien. En ese instante vio que la pistola no había sido más que una alucinación ocasionada por la ponzoña consumida. Una pelea acababa de empezar.

La tabernera sacó una escopeta de doble cañón ante el ataque, quedándose inmóvil y no participando en la disputa mientras ella no fuera atacada. Las mesas y sillas daban igual, estaban construidas a prueba de peleas y atornilladas al suelo. Un grupo de enemigos derribó a Sayla, dejándola magullada por los golpes. Debido a que los otros habían estado bebiendo desde antes de que los wenja llegaran, poco duraron una vez levantados de las mesas y acabaron todos en el suelo, dando por imposible levantarse.

Ante la oportunidad de escapar de esa gente y de tales terribles brebajes, los wenja procedieron a salir de forma desordenada y a trompicones del garito en cuestión, no sin antes coger algunas botellas para darlas a probar al resto de la tribu.

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Entre torturas y tormentos ejercidos sobre el colmenita con pintas de importante, aparecieron unos deformes individuos con pinta de pocos amigos. Tras el primer intercambio de disparos, una monstruosidad que solo podía salir de las infestas ciudades colmena atacó a Tensay, el cual consiguió esquivar con agilidad felina hasta que un tiro por la espalda le hizo caer. El aire se llenó de las risillas burbujeantes de las criaturas que acompañaban a los enemigos mientras cuchicheaban a sus amos premoniciones para conservar sus vidas. Pensamientos de catástrofe inundaron la mente de varios miembros de la tribu.

Una figura vagamente humana consiguió escalar a la posición donde estaba apresado el pez gordo y liberarlo de sus ataduras con un rápido tajo. Nada más hacerlo, las cazadoras superiores Sayla y Jayma abrieron fuego sobre ambos colmenitas, lanzando por los aires al liberador e hiriendo de gravedad al liberado. Este consiguió rodar hasta los pisos inferiores mientras se mantenía los intestinos en su sitio y, tras conseguir ponerse en pie, fue atacado por uno de sus rescatadores en locura transitoria por unas extrañas esporas fúngicas para ser posteriormente empalado por el líder de los Wenja, Takkar. Una sonrisa no vista por nadie se dibujo tras la máscara de Takkar, ya que sabía que, hubiera pasado lo que hubiera pasado, el destino de su prisionero era ese.

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Ya huele a cenizas. El aroma del exilio, la desesperación y la muerte pero también de la familia, la tradición y los dioses. Varios miembros de la tribu habían empezado a desarrollar paranoias e incluso dolencias de las cuales habían sido advertidos por los ancianos desde niños: buscar la sombra de la luz artificial, escudriñar el firmamento en la cúpula metálica, tumbarse inmóviles envueltos en sus ropajes para intentar mimetizarse con el entorno, cambios innecesarios de filtros de aire o caminar con pisadas ligeras para evitar llamar la atención de depredadores.

El destino marcado lleva en dirección contraria al asentamiento de los Wenja durante esta estación, los riscos abisales. Para evitar la preocupación de sus familiares, Takkar encarga a uno de sus jinetes de polvo más veteranos el peligroso cometido de llevar las noticias y el fruto de su comercio a la tribu en solitario. Vayan donde vayan, tienen que salir de la condenada ciudad y no va a ser fácil. El camionero que les coló dentro murió hace dos ciclos por un ajuste de cuentas. Habrá que escabullirse al descubierto.

Unos gigantes apenas humanos y los esclavos del imperio apostados en sus posiciones se interponen entre los Wenja y los páramos. Varios caen heridos en el camino pero conseguirán evacuar más tarde escondidos malamente en los bajos de distintos camiones. Los gigantes entran en pánico al ver caer a algunos de sus compañeros, como lo hacen siempre los miembros de las caravanas que llevan asaltando los Wenja durante generaciones. La mayoría acaba internándose de nuevo en las tripas de la ciudad, solo consiguiendo salir uno de ellos cubierto de heridas y con la armadura reventada. Habrá que tener cuidado con ese espécimen en el futuro.

Al salir, los Wenja se alejan de las carreteras de los colmenitas para usar sus milenarias rutas, más rápidas y fuera de miradas curiosas. Hay que ir al Norte, por lo que realizan sus rezos a Tyr´ghar y cogen el camino de la rata coja.

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Y nos llaman a nosotros salvajes. Muerte entre hermanos por enfrentamiento de líderes y tramas políticas. En la cultura yermita, esta clase de conflictos desaparecieron hace ya siglos para ser sustituidos por el sagrado ritual que podría traducirse como "duelo a muerte con cuchillos". Solo el más fuerte puede librar a su tribu de la destrucción en los despiadados páramos.

Soldados acorazados de negro, soldados acorazados de blanco, civiles armados de aquellas maneras y bandas organizadas luchando por el bando que vaya ganando. Todos posibles presas pero no en el contexto de disparos en cada esquina. Takkar da la orden de usar el sistema compuesto por una combinación de túneles subterráneos y callejones oscuros para no llamar la atención. De poco sirve, ya que lo que debería ser una calle de poco más de un metro de ancho y cien metros de largo que se escurre entre un complejo habitacional y una depuradora de prometio resulta haber quedado convertido en un erial al aire libre con disparos y explosiones a todos lados. Una banda de colmenitas parecía haber intentado usar el mismo callejón para pasar desapercibido en sentido contrario y la violencia fue inevitable. Tras unos intensos minutos de intercambio de proyectiles varios, ambos grupos desaparecieron entre la polvareda, arrastrando a los heridos con ellos.

Esquivando las zonas del poblado de mayor conflicto y alguna que otra bala, los Wenja consiguen llegar al establecimiento del mercader de dudosa moralidad que suele tener contacto con las tribus de nómadas en este sector. La encuentran abierta y saqueada, con el mercader colgado del cartel de la tienda con las tripas fuera y la cara quemada. Debía estar en el bando equivocado de la guerra para su último cliente. Los Wenja se abastecen generosamente y entierran a su contacto como método de pago para que pueda cazar para siempre en la eterna llanura del más allá.